He descubierto en el libro de Rosa Montero, La buena suerte, muchas cosas. La primera es que la suerte no viene dado, sino que es más bien algo que se busca. Que me lo digan a mí, que en medio de una explosión tecnológica, en donde mi dos herramientas principales de trabajo, ordenador y móvil, se estropearon a la vez, llegó esta novela a mi casa. Yo estaba como pollo sin cabeza, estresada, frustrada, paralizada. En septiembre hay una cuesta de la que se habla poco, pero que todos conocemos, y yo en vez de subirla la estaba bajando. Y, entonces, llega el cartero con su traje amarillo y azul, su carrito de tela y saca un sobre que reza La buena suerte. Como no tenía móvil ni ordenador, comencé a leer el libro que me tendió en cuanto cerré la puerta. Y ahí estaba Rosa, directa y decidida a cambiar mi percepción de las cosas.


La buena suerte de Rosa Montero es una historia sencilla por fuera, pero compleja por dentro. Comienza como si el argumento se desarrollase en una pequeña sala con una tenue bombilla que pende del techo. No hay mucha luz al principio ni tampoco mucha esperanza. 

Pablo, un reputado arquitecto, atisba un piso en venta junto a las vías en una localidad llamada Pozonegro. El piso da pena y el pueblo, también. Pero él, rico, famoso, en su mejor momento a nivel profesional, va y compra el inmueble. No sabe por qué, pero quiere desconectar del mundo en ese agujero sucio y gris que es todo lo contrario a sus obras arquitectónicas. Y es que la vida de Pablo tiene mucho drama. En Pozonegro desfilan los personajes como pinceladas de claroscuro en un cuadro de Caravaggio. Son personajes decadentes, con sus circunstancias vitales y sus ambiciones materiales o trascendentales. Y, entre todos ellos, Raluca, la rumana que trabaja en El Goliat, el único supermercado del pueblo y el único lugar, posiblemente, limpio del mismo. Limpito como su corazón. Raluca es el único personaje que, dentro de esa pequeña sala en la que cuelga una triste bombilla, sube las persianas y deja entrar la luz del sol. 

A partir de aquí, una historia a priori sencilla. Pablo va rehaciendo su puzle con las piezas que Pozonegro le va dando, va entendiendo el sentido de la vida y, sobre todo, consigue darse de nuevo una oportunidad. Cuando estamos con Pablo, porque en La buena suerte de Rosa Montero, un narrador omnisciente nos va consiguiendo una cita con cada personaje, reflexionamos sobre el Mal y sobre lo difícil que es perdonarse a uno mismo. 

A veces, mientras leía, pensaba que si hubiese sido por Pablo, la historia, realmente, no habría avanzado. Menos mal que estaba Raluca. La buena suerte también habla de amor, aunque me parece que el personaje de Raluca encarna sobre todo el amor por la vida, más que el amor sentimental que lo hay y mucho en La buena suerte. Aun así, a mí me parecía que, cuando Pablo ama a Raluca, ama, realmente, a la vida. 

Así, Pablo va reconstruyéndose en un piso que, como él, necesita una buena reforma, se va enamorando de nuevo de la vida y nos habla de casi todo. Rosa Montero ha introducido temas como el maltrato animal, a través de una bolita de pelo preciosa que aparece en mitad de la historia y ha tirado de archivo para incluir escalofriantes noticias reales que ocurren en nuestro mundo convirtiendo La buena suerte en una crónica, en una novela de suspense, en una novela policiaca y en una novela de amor (por la vida). Pero, sobre todo, en una novela que refleja los rincones sucios del ser humano y, también, los rincones luminosos.

Volvemos a la pequeña sala de la que pende una bombilla que titila. Sí. Ahora titila. Hace años que las persianas se atascaron y por desidia nadie nunca las va a arreglar. Pero, un día, alguien que no somos nosotros se percata del problema y decide arreglarlo. La luz del sol comienza a entrar, nos deslumbra. Como un acto reflejo, seguimos pulsando el encendedor de la luz eléctrica. Siempre queda un poso, un hábito, un miedo. Pero apenas se nota... Ahora sabemos que la luz del sol lo cubre todo.

Básicamente, así resumiría La buena suerte de Rosa Montero.