Crecí entre vinos. Mi abuelo regentó una próspera bodega en una pequeña localidad del norte de Extremadura, y todos acabamos con las manos manchadas de caldo púrpura. Por aquel tiempo, yo no sabía apreciar la riqueza del vino. Y no me refiero a la riqueza material, sino al alma de ese jugo. Un alma que era capaz de mantener a la familia unida entre cubas y barriles, arrobas y garrafas. Una familia mantenida por la magia de un líquido que cambiaba de color, de textura, de sabor e incluso de olor según las mezclas que hiciese mi abuelo. La bodega de mi abuelo fue un laboratorio, pero también una escuela en donde aprendí muchos secretos sobre la vida. Y es que el vino es vida, como dice Arturo San Agustín en la novela de la cual hoy vamos a hablar. De lo que hoy me arrepiento es de no haber prestado más atención a todos los pormenores de este ancestral arte, de haber sido demasiado joven para extraer las enseñanzas de aquellas catas de domingo entre viñedos o de ser hoy demasiado vieja para hablar con mi abuelo de aquellos mejunjes afrutados que no terminó de explicarme del todo.

Hay amantes del vino y expertos del vino. Yo soy infancia del vino, y por ello, Antes de quitarnos las máscaras, el debut literario del periodista Arturo San Agustín, ambientado en la antigua abadía de Santa María de Retuerta, me ha devuelto parte de esa infancia.


La abadía de Santa María de Retuerta es un enclave con ochocientos setenta años de historia ubicado en el término municipal de Sardón del Duero (Valladolid) que he tenido el placer de visitar, precisamente, para apreciar los sabores y aromas de su vino. En este lugar, se viene haciendo vino desde hace un cuarto de siglo aproximadamente, y Arturo San Agustín ha rescatado la magia del pasado y el presente de este elixir para escribir una obra literaria difícil de clasificar, argumentalmente hablando. 

La novela es una sátira, una novela de misterio, una pasarela de personajes con doble rostro, un libro de anécdotas y un homenaje a escritores, poetas y personajes ilustres. Pero, ante todo, es un libro sostenido sobre un elemento recurrente durante toda la narración: el vino. Así pues, podríamos decir, en terminología más vinícola, que Antes de quitarnos las máscaras es astringente, armonioso, con carácter, carnoso, firme, y, a veces, incluso, con algún hollejo. 

El tono narrativo del autor me ha parecido áspero, algo desencantado, distante del lector. De ahí que elija la etiqueta astringente para denominar al libro. El vino, también, cuando tiene una alta concentración de taninos, produce en el paladar la sensación de aspereza. En esta novela se habla de muchos temas, como el lujo, y el autor parece narrarlos como si todos ellos ya estuvieran demasiado manidos. Y le doy la razón: están demasiado manoseados por quienes los exaltan y quienes los condenan. Así que esta sensación de narración desencantada me parece adecuada y correcta.

Antes de quitarnos las máscaras es armonioso, porque hay un buen equilibrio entre todos sus componentes. Y tiene carácter, pues, como se podría también decir del vino, al margen de ser bueno, sobresaliente o regular, tiene cualidades definidas y muy características. Este libro solo podría haberlo escrito Arturo San Agustín, y lo digo sin conocerlo de nada. Ahora bien, Google es capaz de presentar a cualquiera. Acabo de aterrizar en un artículo de La Vanguardia, y el autor parece responderme: «Una novela escrita a mi manera», dice en dicha publicación acerca de su propia obra. Así que sí, es una obra con personalidad. La del autor, supongo.

Llegados a este punto, dejadme que os haga un inciso para contaros qué ocurre y qué no ocurre en Antes de quitarnos las máscaras. El protagonista parece ser un periodista que dice ser escritor sobre vinos, que se va encontrando, en la abadía de Santa María de Retuerta, con una serie de personajes con los que mantiene diálogos acerca de distintas cuestiones de la vida. Cada uno de ellos lo llevan a una esfera de reflexión, siempre compartiendo alguna copa de vino, visionando de fondo los viñedos, o aspirando el aroma lejano de la uva clamando una inminente vendimia. Estos personajes tienen su importancia (o bien han conocido el éxito o el lujo, o todo ello), la cual esconden tras una identidad inventada por ellos mismos. El protagonista deja que jueguen con dicha identidad, aunque él sabe muy bien quiénes son cada uno. El sonido del cárabo también persigue al protagonista, presagiando un mal augurio. Pues a pesar del tono conversacional que tiene la novela, no deja de vislumbrarse de fondo cierto misterio inquietante. 

Os decía que el vino, digo la novela, es armoniosa y con carácter. Si seguimos catando sus bondades, también diremos que es carnosa. Antes, en las catas de vinos, se solía decir que se «mascaba la uva» cuando un caldo tenía sustancia, consistencia. Creo que en la novela ocurre igual, pues podemos hincarle el diente. Es firme porque impresiona. A pesar de que en la novela se habla mucho del envejecimiento, Arturo San Agustín ha creado un texto vigoroso, algo que recuerda más a la juventud. Con el tiempo, todo se dulcifica, pero no he visto nada de esta dulzura en una obra que habla del paso del tiempo, de la vejez y de la muerte. Creo que en el libro predomina el vigor de la vida.

Y en esta vida, en este libro, encontramos también algún hollejo (piel delgada que recubre la uva). Verdades que se convierten en pellejos que no esperabas tragar, pero lo lees y los tragas, aunque tú creías que el vino estaría filtrado. 

No he dicho realmente nada de la novela, porque tiene mucho más jugo. Algún personaje de la misma podría tacharme de intelectual vacua, o de crítica charlatana, porque, en verdad, lo que inspira cualquier libro se podría resolver en una frase: una frase que diga lo que la lectura ha supuesto para ti, sin recurrir a tecnicismos o análisis profundos. Algo así como: 

«Tienes que leer esto, porque hablan y beben vino, como haría el abuelo si volviese a Santa María de Retuerta». 

Así que podéis leer toda mi reseña, o quedaros con esta última frase.

Me abstengo de hablar sobre el final, porque me ha mantenido obsesionada con encontrarle un significado correcto, y al final me he rendido. Si algo se disfruta, no dejemos que la lógica lo destroce.