reseña del libro la edad de tiza de álvaro ceballos

Si comencé a leer La edad de tiza de Álvaro Ceballos es porque tengo una pequeña fascinación por aquellas estructuritas de arcilla y yeso que mis profesores utilizaban para garabatear la lección del día sobre la pizarra de la clase. Mi madre no me dejaba jugar con tizas porque me manchaba la ropa, así que nunca me compraron un paquetito de estas ceras pastelosas al tacto con la que mis amigos pintaban las aceras para jugar a la rayuela. Y es que es justo este instrumento medio infantil lo que trazó en mi cabeza, con un sonido chirriante, el posible argumento del libro de Ceballos. Por descontado, debía de tratarse de un regreso a los años del pupitre, a los madrugones injustificados con mochila al hombro para recibir los preceptos de las pedagogías emergentes. Y sí, La edad del tiza es una vuelta a la infancia, más o menos a la infancia de los años 90. Ojo, que ahí es cuando yo nací, no me vayáis a echar años de más, pero me siento igual de identificada con la pandilla de niños del libro ya que esta fue una época y una generación que aún resuena con fuerza en nuestro siglo. 

En La edad de tiza, el protagonista de la historia regresa a casa de su madre y se siente, como todos que pasamos por esta isla que parece detenida en el tiempo, impulsado hacia los recuerdos de la infancia y de las historias vividas en un colegio de curas segregado, por supuesto, por sexos. Entonces, comienza a narrarnos historietas. Al principio, parece que son divagaciones sin ningún tipo de objetivo, pero pronto comienza a formarse una trama de detectives prepúberes con un caso un tanto turbio. Álvaro, el treintañero de todas estas peripecias, parece guardar algún secreto de su etapa colegial. 

Sin embargo, para mí este misterio colegial es una mera excusa para hablar de los vaivenes, del cutrerío de la década, de las promesas incumplidas, de la psicología preadolescente y de la idiosincrasia de la que se iba a convertir en la España del futuro. Los abusones, los primeros descubrimientos del cuerpo como vehículo sexual, lo de llamarse por el apellido y/o mote, pero nunca por el nombre de pila, los juegos de mesa que hoy serían considerados una reliquia (como el Cluedo), las nubes chamuscadas y su olor a caramelo y gasolina, los gremlins, las películas en VHS... Todo lo que Ceballos recoge en La edad de tiza es un cóctel molotov que, a esas alturas ya de la lectura, da igual si nos lleva o no a algún sitio, porque estamos donde queremos estar. Y el autor se me va mucho por las ramas, con párrafos extensos que, si no fueran por lo bien narrados que están, y, porque como ya he adelantado, me ha llevado hasta el lugar en el que deseo quedarme, me hubiese saltado sin contemplaciones. 

Pero qué bien escribe Álvaro Ceballos. Por eso se lo perdono todo, lo de los párrafos largos y lo de las peroratas. Tienen un prosa cáustica, divertida, docta, original y desafiante. Y con ella nos habla del pasado y del presente mientras, por supuesto, terminamos de resolver ese caso turbio, colegial, que pone la nota de misterio al libro. 

La edad de tiza de Álvaro Ceballos ha sido toda una sorpresa porque no era lo que buscaba, pero sí lo que quería encontrar. Me alegra poder disfrutar de una literatura de tanta calidad entre las páginas de este libro y de volver a esa época imberbe, primitiva tecnológicamente hablando, de la mano de un narrador que recorre, desde la mirada de un niño, las luces y las sombras de los años de un colegio de los 90 y los ademanes de un país con miras al futuro.

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