En 2005 comencé a escribir un diario.

Estaba dentro de un hospital.

Otra vez.

Los médicos decían que esta vez era definitivo. La intervención (la más larga de mi vida, por cierto) implicaba un trasplante que terminaría con todo el suplicio. 

Después me enteré de que si ese trasplante hubiese salido bien, podría haber tenido que cambiarme la válvula aórtica cada 10 ó 20 años. O haber estado medicada de por vida. Tampoco podría haber sido madre (que no sé si algún día lo seré, pero es bonito tener opciones, como todos).

Al final, no hubo trasplante. Con mi propio tejido, el cirujano, después de 8 horas de operación, consiguió que la cosa se arreglara.

Y yo escribí un libro.

Sobre esto va la primera publicación que haré sobre Cura mi corazón, sobre el comienzo. Si te la quieres saltar, puedes ir directamente aquí.

Pero volvamos al tema.

Nací con una cardiopatía congénita y, aquella vez, que no era la primera, aunque sí espero que fuera la última, me armé con un bolígrafo Bic azul y unas hojas cuadriculadas que doblé a la mitad emulando un cuaderno casero. 

Cada vez que pude, escribí una página.

Contaba lo rota que estaba. El miedo que tenía. Lo injusta que era la vida. Pero también narraba lo solidarias que eran las personas. Las manos frías de mamá cuando me apretaban con fuerza. Y los rayos de sol que se colaban por las mañanas dentro de mi habitación.

Sin embargo, el diario no tiene nada que ver con el libro. Absolutamente nada. No he copiado ni una frase. Cura mi corazón es otra cosa y, si lo lees, sabrás por qué. 

Pero todo tiene un inicio. Y el mío creo que fue entonces.

En aquel año.

En aquella operación.

Y en aquel acto.

En el acto de contar más de la cuenta.

De haberme callado, Cura mi corazón no existiría.

¿Y cuántos libros se habrán perdido por culpa de los silencios?