Etiquetar algo con carácter de solemnidad suele ser el preludio más frecuente a cometer un error, pero, aun consciente de esto, lo digo: pocos géneros hay más difíciles para escribir que el thriller. No solo porque hay que tener una notable destreza en el empleo de los giros de guion (y saber crearlos, que esa es otra) y confeccionar una trama que conduzca a un final que nadie se espera (con el aliento del lector en el cogote, todo el tiempo tratando de pillarte), sino que el escritor que se decide por este género sabe que tiene que ganarse a su público casi desde la primera página, no se le permite ese trayecto de reconocimiento que existe en otros géneros, donde el lector va conociendo al autor, va metiéndose poco a poco en la historia, puede que incluso dejándose cautivar por un trasfondo que pudiera no haberle resultado del todo conmovedor de primeras. En el thriller no sucede así, es una zambullida de cabeza desde la primera página, y si en el primer capítulo no has sentado las bases para enganchar poderosamente a quien te lee, es probable que lo pierdas.

En estas lides ya llevaba tiempo metido Octavi Pina cuando concibió la idea para escribir Almas durmientes, que ya es su tercera obra dentro del género policiaco y que tiene algo que, en mi opinión, le da un punto más de interés a las obras de este género: está basada en un hecho real. Almas durmientes, en efecto, parte del hallazgo de un cuerpo desmembrado, inspirado en un caso real sucedido en la ciudad de Barcelona, de donde es natural el autor, hecho al que se suma la posterior desaparición de una joven, creando una atmósfera de misterio que es uno de los puntos fuertes de Pina.

No obstante, no considero este rasgo como el más distintivo de su obra. No es, al menos, el que yo señalaría si tuviera que citar lo que hace a un libro reconocible como de su autoría, sino, más bien, los diálogos rápidos, trepidantes, la ausencia del adorno innecesario en las descripciones. Esto es un arte que muy pocos pueden presumir de dominar, y considero que hace que una obra resulte mucho más «movida» para el lector. Como esas vueltas que te dan en el juego de la gallinita ciega, justo antes de empezar, para que el que hace de gallinita no sepa muy bien dónde está y, por tanto, no sea capaz de encontrar a los demás jugadores.

Y es que de eso va este libro, de no saber muy bien dónde estamos, y cuando parece que lo queremos entender, Octavi pega otro volantazo y nos vuelve a marear. Realmente, es una lectura muy disfrutable para aquellos lectores a los que les gusta saber que el autor está jugando con ellos, que aceptan el reto de descubrir qué está pasando aun sabiendo que van a perder.

En el apartado de particularidades, también he disfrutado mucho de la figura del inspector Molins, esa suerte de Hércules Poirot si hubiera nacido en Gotham de Octavi Pina al que el autor barcelonés parece dispuesto a hacer pasar por todo tipo de desventuras solo para nuestro divertimento. Pero el inspector tiene las suficientes sombras atenuando sus luces como para que no nos inspire una compasión excesiva, sino que, más bien, y me pregunto si esto también le sucede a Pina, le exijamos que continúe un poco más porque queremos saber qué pasa después.

Los personajes de Octavi Pina van muy en esta línea, es gente con la que te puedes sorprender empatizando y, unas páginas después, exasperándote por haberlo hecho. Y esto, que suele tomarse como un síntoma de la madurez de un autor, resulta más sorprendente porque es algo que siempre ha identificado al barcelonés. En esos claroscuros se mueven también sus novelas.

Si Almas durmientes puede considerarse la obra más madura de Octavi Pina es por otra cuestión, a mi juicio, mucho más sutil pero efectiva para construir una trama como esta, y sobre todo en el género del que estamos hablando: como si el escritor hubiera concebido todo esto como un juego para desconcertar al lector, está repleta de pistas falsas, de frases que nos hacen dudar, de señuelos para que creamos que el camino correcto es el que conduce al precipicio. Es en esa habilidad para jugar donde yo veo la auténtica madurez y el verdadero valor de una obra.

Decía Pablo Picasso que le había costado cuatro años pintar como Rafael pero toda la vida aprender a dibujar como un niño, y quizá se trata de eso, de aprender a divertirnos cuando creamos, de emplear el juego como símbolo de la perfección, pues nadie es capaz de tomarse nada tan en serio como un niño se toma el acto de jugar.