Sartre, filósofo existencialista, llegó a declarar rotundamente que el hombre es angustia. Angustia porque en nuestras propias decisiones nada ni nadie nos puede ayudar. Angustia por no tener a quién culpar por todo lo que se decida vivir. Y es que los existencialistas eran grandes defensores de la libertad personal, esa que nos permite dotar de rumbo a nuestras propias acciones. Ottessa Moshfegh ha creado un personaje existencialista al estilo de Sartre, un personaje con una gran crisis de angustia que, posiblemente, viene determinado por no tener, precisamente, a nadie a quién culpar de sus propias elecciones. Ni siquiera a ella misma. Y ahora vamos a ver por qué.



Puntuación: ★★★★☆


Definir la novela de Ottessa Moshfegh en unas cuantas palabras es verdaderamente difícil. Es una novela existencialista, contemporánea, narcótica, y antropológica. Es una lectura tan soporífera como un Trankimazin, pero sin una pizca de aburrimiento. Políticamente incorrecta, cutre y rutinaria. Misántropa, pero con muchas habilidades sociales. Todo esto y más es Mi año de descanso y relajación, una alucinante crónica de la Madame Bovary del siglo XXI (sin marido, amantes ni pueblerinos alrededor).

La protagonista de Mi año de descanso y relajación es huérfana y solo tiene una amiga en la vida. También es culta, rica y sofisticada. Tiene carisma incluso cuando va hasta arriba de fármacos. Pero, desde hace tiempo, la existencia le pesa demasiado, por lo que ha tomado una decisión: dormir hasta que se le pase. O dormir hasta que tenga alguna revelación divina. Para ello, se topa con una psiquiatra excéntrica que no tiene reparo ninguno en drogarla con ansiolíticos para superar un supuesto diagnóstico de trastorno del sueño (insomnio de toda la vida), y nuestra protagonista no solo se deja hacer, sino que exagera los síntomas para recibir dosis extra de estos medicamentos. 

Leer una novela en donde la apatía es el núcleo de todo el argumento podría resultar tedioso. De hecho, esta novela, a golpe de repetición, recrea una rutina constante en la que la protagonista solo duerme, ve películas horteras de los 90, baja al colmado a por un par de cafés y recibe somnolienta a su histérica y única amiga, a la cual no presta mucha atención, y por ende, el lector tampoco. Cuando ocurre algo de acción (ya que uno de los medicamentos comienza a tener efectos secundarios, y la protagonista comienza a llevar una vida paralela de la cual luego no recuerda nada), el narrador se lo guarda para sí en vez de darnos carnaza. Así que todo es bastante pausado, y solo median las reflexiones astutas y acertadas (desde mi punto de vista) de la protagonista sobre su forma de ver la vida. Sobra decir que los diálogos son bastante escasos. Ahora bien, creo que este ritmo pausado es ideal para el fantástico retrato que la autora nos está presentando. A través de esta rutina, te pones en la piel de la protagonista, y todo el texto acaba teniendo efectos secundarios también en ti. Parece que quien se ha metido seis pastillas de ansiolíticos para el body eres tú. Y no sé tú, lector, qué opinas, pero a mí me gustan los conjuntos de palabras que son capaces de fusionarme con la historia.


Hay textos que son verdaderos experimentos, y sin menospreciar el objetivo final de la novela, creo que Mi año de descanso y relajación es un libro por placer a la lectura más que por placer a la aventura. Las excentricidades de la protagonista le dan un carisma único que no es capaz de derrumbar ni siquiera su absurda decisión de hibernar hasta haberse renovado y reconectado por completo. Y todo el prospecto farmacológico no consigue mermar ni un ápice el ingenio con el que Moshfegh, a través de su protagonista, critica muchísimos aspectos de la sociedad neoyorkina del cambio de siglo: el valor superficial de las cosas, la resaca decadente de los 90, el arte snob, la psiquiatría moderna, la falta de sentido en el ser humano... Así que las partes me parecen más importantes que el todo, o el desenlace del todo. 

El escenario elegido para desarrollar esta historia es Manhattan. Dijo Pete Campbell: "Si voy a morir, que sea en Manhattan". Puede que nuestra protagonista pensase lo mismo, pero desde luego, el contraste entre una ruidosa y vivaz ciudad como Manhattan con la apatía y aislamiento de una protagonista como la nuestra es magnífico. Porque Moshfegh también ha elegido que su fémina sea un poco misátropa, para darle portazo a Heidegger (otro existencialista) en eso de que "la propia interacción con el entorno es un aspecto nuclear del ser". 

Y en el final se halla el secreto, pues ella, la protagonista, ha sido la metáfora de algo más grande, el preludio de lo que está por venir con el cambio de siglo. Algo alejado a la algarabía que se esperaba y más cercano a un replanteamiento existencial mundial. Sin embargo, el final es la única parte de todo el relato que no me ha gustado. Prefería leer sobre las veces que la protagonista bizqueaba delante de la televisión con las persianas bajadas y restos de comida sobre el pijama, que caer, al final del libro, en un tema ya tan trillado como el de los atentados del 11-S. Me guardo el porqué de esta relación para que el lector pueda descubrirlo por sí mismo, pero a mí me ha parecido una tarta que se queda sin su guinda por culpa de esta desembocadura argumental. 


En definitiva, creo que es una novela de muy buen gusto, con una muy buena selección de elementos y apelando todo el tiempo a un porqué más grande que el propio relato. Una oda existencialista que habla de casi todo. Un bocado que la autora te obliga a saborear a cámara lenta. Si no fuese por el final, tendría mi máxima puntuación.

Y vosotros, ¿qué pensáis sobre esta novela?